
En 1967, Robert Aldrich se pondría al frente de uno de los proyectos más ambiciosos de la historia del cine bélico. Su objetivo fue reunir un espectacular plantel de actores, para narrar una apasionante historia enmarcada dentro de la segunda guerra mundial.
El mayor Reisman presencia una ejecución. No es el tipo de actos que le satisface ver, pero sus deberes como oficial de la armada le obligan a esto y a algunos desagradables actos más. Ahora bien, su sorpresa llegará a la salida del patíbulo. Allí le esperan un grupo de oficiales superiores que le tienen reservada una misión especial. En primer lugar, tendrá que reclutar un grupo de convictos y condenados a muerte, a los que se les dará su última oportunidad de liberarse y reinsertarse en la sociedad. El pago que deberán ofrecer a cambio de esto será el de una misión suicida. En primer lugar seis semanas de entrenamiento intensivo con salto en paracaídas incluido. El objetivo de este duro entrenamiento será el asalto de una fortaleza nazi con el fin de acabar con la vida del mayor número posible de oficiales enemigos.
Reisman, no se rebela. Ya lo ha hecho otras veces y sabe que no sirve de nada. De ahí su expediente repleto de inútiles insubordinaciones. Sabe que le han dado una asquerosa misión, pero se sentirá honrado de llevarla a cabo de una forma excelente.
Lee Marvin se ponía al frente de esta historia en el que seria uno de los más grandes retos de su carrera. A su lado, del lado de los presos, hallaremos actores geniales, de la talla de Charles Bronson, Telly Savalas, Donald Sutherland o un extraordinario John Cassavettes en un papel construido a su media, por su rebeldía y descaro. Y del lado de los oficiales norteamericanos, podremos encontrar a los magníficos Robert Ryan y Ernest Borgine.

Una obra completísima, que fascina a quien la ve, y que mantiene su frescura y genialidad, aun hoy en día, 40 años después de su rodaje.
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